Contar los dÃas es una manera absurda de perder el tiempo. La vida queda resumida a este patético conteo, a la espera incierta, al accionar mecánico. Se pierde la espontaneidad, la magia, la verdadera gracia o el verdadero sentido de las cosas. O al menos el sentido particular que cada uno le atribuye. Para mÃ, contar los dÃas es morir lento, rendirse a la resignación frustrada de que uno existe, pero no disfruta, no siente. Y eso es algo que he dicho durante mucho tiempo.
Igual de absurdo me parece restar los dÃas. Es decir, empeñarse en retroceder en el pasado y ofuscarse por verse forzado a vivir la actual realidad. Eso me parece y me ha parecido siempre no sólo una estupidez, sino un acto de irremediable cobardÃa. Y digo irremediable porque creo que todos, reiteradas veces, hemos vuelto con la memoria y los sentidos a un sitio en donde al dolor le cueste encontrarnos. Confieso que aún hoy, hay instantes en los que la mente me queda nublada, y recurro al poder de recordar, para hallarme luego entumecida por una anestesia temporal e ilusioria, que se evapora en minutos y me deja con la verdad quemándome más todavÃa en todas las partes del cuerpo. Soy una cobarde, y siempre lo he sido. A la par que he sido asombrosamente valiente, como recientemente descubrÃ. No hubo en mi vida un sólo momento de amargura del que no haya querido huir con pavorosa desesperación, agarrar mis pertenencias más preciadas y escapar, tomar el primer auto, colectivo, el primer avión, y que con ese antigüo pesar que dejo atrás desaparezca también quien me lo ha causado. Muchas veces intenté desaparecer de mÃ. Sin embargo, me encontré con las piernas flaqueando y la voz temblorosa abrazada a un almohadón o pegándole al viento, y tuve que permanecer. Me quedé, porque supe que la única manera de quitarme de encima los fantasmas era enfrentándome a ellos y a sus sonrisas burlonas. Fue y siempre será aterrador, pero debo valorar que aunque la idea de rendirse ha sido tentadora en más de una ocasión, fue descartada con la misma rapidez con la que apareció vagando en mi cabeza. Con el tiempo aprendà a darme crédito por esas pequeñeces, y dejé de castigarme por los errores más humanos que cometÃ.