Ordinaria Cadencia

marzo 03, 2017









          Cada tanto uno sabe aprovechar los momentos más llanos de la vida. Esos en los que parece que no pasa nada, como cuando te sentás en el balcón a las tres de la mañana, a mirar quién es el último vecino en apagar la luz. Cuando escuchás el ruidito del gato mascando la comida mientras mirás cómo se mueven las cortinas a causa de las corrientes suaves de viento que entran por la ventana que dejaste a medio cerrar. Es un momento banal, tranquilo, casi absurdo. Silencioso, porque ni siquiera los pensamientos cobran mucho sentido, y así como emergen vuelven a esconderse en los recovecos de lo incierto. Tenés los pies fríos pero no te importa. El libro que empezaste a leer hace poco todavía espera, con el marcador en la página del suspenso, arriba de la mesa. La soledad después de la compañía, del frenético ir y venir de las palabras, del ejercicio insólito de la mente recalculando las escenas de emoción de los últimos días. Es un instante de sosiego, que puede pasar trágicamente desapercibido. Casi mágico. Olvidás la preocupación, ese recuerdo que vuelve en repeticiones cíclicas, como flashbacks, todo el tiempo. Escuchás tu respiración, sentís cómo te laten las venas, podés escenificar la noche en su calma más lúcida, como una imagen retratada. No hay peros, ni broncas, ni adioses. Es una pausa, la lentitud de las horas que se compadecen de repente y te esperan, porque de vez en cuando se les ocurre tenerte piedad. No te importa el control, porque sos consciente de que no lo tenés. No hay nada que puedas hacer, ni que tengas el poder de cambiar, no ahora. Y te ves a vos mismo en ese levitar hipotético, con los ojos mirando a ningún lado y sintiéndole el sabor al aire, y comprendés que no hay nada mejor que esa quietud, ese absurdo. Porque no hay angustias entreveradas, y te tomás la licencia para olvidarte de todos sin pedir perdón. Y en esa llanura, en ese sentir anestesiado, instante colmado de nada, encontrás el carácter de la vida. Y te sentís insignificante, rodeado de gigantes en una ciudad de ruido, odios y smog. Pero en esa insignificancia hallás cierta plenitud, un estado de sobriedad puro, libre de los barnices virulentos del día a día y la consciencia intranquila. Y sonreís como un bobo, mientras el gato ronronea posicionándose al lado de tu muslo y el viento sigue haciendo bailar las cortinas, porque aunque sabés que quizás eso no sea la felicidad absoluta, la grandiosidad del gozo exacerbado, el punto cúlmine del éxtasis existencial, se le parece bastante. Y ese momento, esa plenitud, esa sonrisa, una vez cada tanto y en dosis modestas, tiene el poder de curar las heridas abiertas.





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