Para subyugar las culpas y los
disturbios a las pruebas me remito. Y aunque este atardecer conflictuado me
atrape otra vez divagando en los suburbios de tu recuerdo, no miento. No pude
todavía expiar la culpa de este agravio, sutil, farsante agravio de cenicienta.
Las doce campanadas ya sonaron hace mucho. Y ante la imposibilidad para
responder cualquier pregunta sólo puedo resumir mi monólogo, que se debate
entre lo bronco y lo sumiso, en una sola verdad. Colmada de verbos más que de
sentido, pero es la única que tengo para dar. La exhaustiva búsqueda que
emprendí sin orden, casi sin motivos, acaba aquí. Tan confusa y ardiente como
empezó, pero esta vez resignada. La distancia se mide por el tiempo, dijo alguna
vez El Poeta y firmo aquí mi acuerdo con su declaración. Quise llevarme a la
rastra al cuchutril de lo negado estas letras de las patas, de los pelos, de
los labios. Me jacto de no haber sido la única, en este mundo atolondrado, en
haber intentado esconder algún secreto. Pero aunque pensé que los secretos
dejan de serlo cuando se dicen en voz alta, lo cierto es que se terminan cuando
se escriben. Y yo lo escribí hace rato, para leerme entre líneas cuando me
dispusiera a la bravura de mi propias confesiones, y ya no es lo que era y por
eso, ha logrado atormentarme. Y para quitarme de la carne esa pequeña espina,
que como no se ha despegado a tiempo ahora parece preferirme por sobre todas
las carnes, tengo que legarla al viento. Ya no es mía, nunca lo fue aunque
estuviera confundiéndose entre mis neuronas, y los sueños y la sangre. Ya no es
mía. Y saberlo, más que tristeza, me otorga la fresca certeza de la libertad.
"Recuerden... Que los verdaderos derechos se deben conquistar, que es necesario vencer los conservadores, rutinarios retrógrados, los temerosos de lo nuevo, los amantes del pasado, que es necesario vencer el temor de los políticos que ven con recelo esa incógnita que encierra el voto femenino (y tal vez sea éste el mayor obstáculo)."
Alicia Moreau de Justo, médica y política argentina, feminista y socialista
Mientras cruzaba la calle cortada, desde donde ya comenzaban a avistarse grupos de gente, sentí la adrenalina borboteando en el pecho. Era una fuerza extraña que parecía retraerme para propulsarme en pasitos cortos cada vez más acelerados. Junté aire y sonreí, no sé muy bien por qué. Quizás porque el ver personas reunidas por la causa, teniendo en cuenta la controversia de los últimos meses y el fervor del encuentro del año pasado, me inspiraba cierto sentimiento de ilusión, de esperanza obstinada, pero que se contrariaba con una profunda congoja. Indignación, el peso de la realidad en los párpados, como si durante todo ese tiempo no hubiera sido realmente consciente: íbamos a denunciar que nos están matando. Como si sólo entonces pudiera realmente entender que entre junio del año pasado y mayo del 2016, se registran más de doscientos setenta femicidios. Como si pudiera sublimar el miedo que cargo como costumbre todos los días. Miedo, por cierto, cruelmente subestimado.
Sostuvimos nuestro cartel, una cartulina de color blanco con letras negras y rojas, con determinación. Primero una, después la otra. De a ratos, lo teníamos las dos. Nos mirábamos entre nosotras, a lxs otrxs, con lxs otrxs, como si todxs intentáramos leernos en los ojos las historias que no contaban los papeles. Teníamos algo en común.
La imagen de una nena sosteniendo un banderín con la leyenda "Vivas nos queremos" caló hondo en las heridas. Estaba seria, indiferente a los flashes de las fotos que la tomaban como protagonista en la caída de esa tarde del 3 de junio. Atrás, otras mujeres exponían una pancarta con el mismo mensaje y los ojos en compota. Ojos que se repetían con miradas distintas, y que contestaban al cuestionamiento, la posición cómoda de quedarse al margen y decir "¿y para qué?". Contestaban al dedo que señala a cada hora de cada día, a las lenguas filosas sin consciencia de historia que se atreven a decir que está todo bien, que no hay de qué quejarse. Lenguas para las que los siglos de anonimato, de masacre, de repudio e indiferencia, no existen. Lenguas para las que los detalles no cuentan, y que hablan sin decir, consolidando la estructura rígida de una idea frívola y retrógrada. Una idea en una caja que sólo cambia de transmisor, pero que desde hace miles de años es la misma. Y es en esa idea, en ese espejo, donde nos miramos para reaccionar.
Estamos atadxs al pasado y al futuro. Reincidimos en los mismos errores, atribuyendo los motivos a un tercero. Uno que siempre es un ente, casi inexistente, pero al que hemos creado para justificar nuestra dificultad para la auto crítica. Esta causa no es ni por asomo asunto de ahora. No depende sólo de las cifras que aumentan vertiginosamente, de lo que es tangible o de lo que se ve. Es la memoria colectiva, lo que recolectamos con primorosa selección de la historia oscura que nos gobierna. Es la palabra sin cuidado, la falta de educación. Es el pavor a las transformaciones inherentes del destino, el arraigo a las reglas antiguas, quebradizas, que siguen disfrazándose de estabilidad.
Durante el transcurso de la marcha, un camino agotador pero enérgico desde Plaza Congreso a la Plaza de Mayo, los mismos pensamientos volvían a mí con insistencia de carrusel. Me sentía impulsada por los cánticos, las voces de guerreras que resonaban a través de los megáfonos, el quejido grueso de los bombos, las banderas ondeando en contraste con el cielo. Todo era revolución. Era necesidad de cambio, era crítica, eran preguntas y constancia. Era empuje. Era podemos seguir. Vamos a seguir. Fuimos todxs un sólo grito de desesperación. Un grito cotidiano. Fuimos coraje, y fuimos amor. Había amor, aunque el mundo, la ciudad angustiosa, parece siempre haber extinguido sus últimos vestigios.
Está disponible el Primer Índice Nacional de Violencia de Género en http://contalaviolenciamachista.com/ La encuesta es anónima.
No nos callamos más.
Sabía quizás que llegaría el día de lamerme las heridas. De purgar mi espíritu desconcertado, sangrar las micropartículas de ese dolor anciano, de alguna manera condenatorio, al que le permití convencerme de que estaba irrevocablemente curtida en materia de la vida.
Sabía. Anhelaba con un fuego en la garganta darme cuenta de que los años no están perdidos aunque yo lo esté. Esperaba que alguien me dijera que volvería a encontrarme, y dejaría de sentir esa encarnizada aversión al interior de mi piel. Como si mi piel ya no fuera mía, como si yo misma estuviera escapando de mi verdad.
Y en efecto lo hacía. Y por eso no tengo hoy la desverguenza de atribuirle la culpa de mis infortunios a un tercero; porque son míos, al igual que mi historia.
Sabía que algún día aceptaría los embrollos sin buscar explicaciones. Que atesoraría la fortuna de haber sobrevivido, no al pasado ni a los otros, sino a mí. Porque cómo uno se resiste y se subleva ante ese clon enfermo, resentido y macabro, que es la sombra de lo que pudo haber sido, y que chamusca las esperanzas de dejarlo atrás. Ese reflejo ante el cual siempre cerramos los ojos, porque es mejor no verlo ni sentirle el aliento mientras escupe verdades de antes, confesiones rancias sobre los deseos que no llegamos a cumplir. Cómo se le dice que no, y se le da la espalda, y se lo perdona pero en serio, porque hay que curarlo como a un niño huérfano del vacío que lo llena.
Y cómo se le ayuda a ese clon, a ese niño, a esa sombra, a perdonar.
Sabía que algún día podría perdonarlo. Y ya no correría carreras para ver quién es más rápido a la hora de reaccionar, ni me mordería las uñas o me despellejaría los labios aguardando a su borrascosa aparición.
Sabía que podría desmentirme; cumplir ese pacto tácito que hice alguna vez en una rabieta de domingo, y desenfundaría mis mejores armas. Que descompondría esas visiones novelescas con las que pensé que tenía algo en común, y tiraría por la borda los retratos de esos rostros fantasmales, memorias, miradas en pretérito, que ya nada significan para mí.
Sabía que me completaría en un acto de amor, en mi propia carne y sentidos, y abandonaría la espera de alguien que me salvara.
Sabía, quizás, durante esos años turbulentos y después, que quien soy es quien he sido siempre y quien seré, salvándome yo sola, porque los príncipes y princesas son de cuento y hasta donde yo sé, a mí me corre sangre roja por las venas.
- enero -
La vida, cuando no está nublada de las superficialidades con las que nos ofuscamos a menudo, es noble. Y dulce, y suave. Y la armonía encaja con la nostalgia, la melancolía tiene otro sabor. La frescura del viento, los rayos de sol que se escabullen por los resquicios de las persianas, el canturreo de los pájaros en la calma del campo.
A veces la existencia tiene un halo de lucidez embriagadora, contradictoriamente. Y la perfección es tan sencilla y tan absurda que dan ganas de echarse a reír.
Contar los días es una manera absurda de perder el tiempo. La vida queda resumida a este patético conteo, a la espera incierta, al accionar mecánico. Se pierde la espontaneidad, la magia, la verdadera gracia o el verdadero sentido de las cosas. O al menos el sentido particular que cada uno le atribuye. Para mí, contar los días es morir lento, rendirse a la resignación frustrada de que uno existe, pero no disfruta, no siente. Y eso es algo que he dicho durante mucho tiempo.
Igual de absurdo me parece restar los días. Es decir, empeñarse en retroceder en el pasado y ofuscarse por verse forzado a vivir la actual realidad. Eso me parece y me ha parecido siempre no sólo una estupidez, sino un acto de irremediable cobardía. Y digo irremediable porque creo que todos, reiteradas veces, hemos vuelto con la memoria y los sentidos a un sitio en donde al dolor le cueste encontrarnos. Confieso que aún hoy, hay instantes en los que la mente me queda nublada, y recurro al poder de recordar, para hallarme luego entumecida por una anestesia temporal e ilusioria, que se evapora en minutos y me deja con la verdad quemándome más todavía en todas las partes del cuerpo. Soy una cobarde, y siempre lo he sido. A la par que he sido asombrosamente valiente, como recientemente descubrí. No hubo en mi vida un sólo momento de amargura del que no haya querido huir con pavorosa desesperación, agarrar mis pertenencias más preciadas y escapar, tomar el primer auto, colectivo, el primer avión, y que con ese antigüo pesar que dejo atrás desaparezca también quien me lo ha causado. Muchas veces intenté desaparecer de mí. Sin embargo, me encontré con las piernas flaqueando y la voz temblorosa abrazada a un almohadón o pegándole al viento, y tuve que permanecer. Me quedé, porque supe que la única manera de quitarme de encima los fantasmas era enfrentándome a ellos y a sus sonrisas burlonas. Fue y siempre será aterrador, pero debo valorar que aunque la idea de rendirse ha sido tentadora en más de una ocasión, fue descartada con la misma rapidez con la que apareció vagando en mi cabeza. Con el tiempo aprendí a darme crédito por esas pequeñeces, y dejé de castigarme por los errores más humanos que cometí.