La «otredad» en el placer

diciembre 16, 2017




"El sueño de la esposa del pescador" - Katsushika Hokusai (1814)




Aunque podría asumirse erróneamente que la pornografía es una creación de internet o del siglo XX, lo cierto es que se remonta a cientos de miles de años atrás. Por supuesto, no existía de la manera en la que lo vemos hoy ni con esa denominación, sino en representaciones artísticas y literarias. Desde que el ser humano ha aprendido a reconocerse a sí mismo y experimentar con cada función y centímetro de su cuerpo, se han celebrado odas a la sexualidad. Antes de que la religión católica atestara de prejuicios la anatomía humana, las tribus primitivas otorgaban a los órganos genitales un sentido casi glorioso de procreación. El sexo, la poligamia y la masturbación eran entendidos como meros aspectos de la naturaleza, sobre todo por filosofías como el tantrismo, que todavía hoy se practica incluso en sociedades del mundo occidental. 

En su camino hasta lo que es actualmente, la pornografía tomó otro carácter; primero, durante el siglo XVI, con la reproducción de grabados, y después con la Revolución Industrial. En el siglo XIX empezó a comercializarse en forma de libros y revistas, que luego fueron censuradas, por lo que los artistas debieron venderlos por contrabando. El sexo gráfico fue convirtiéndose en mercado, y así surgieron, por ejemplo, las biblias de Tijuana en la década del veinte, que consistía en una serie de cómics pornográficos de producción independiente. El cautionary, un enfoque que adoptó el cine de explotación en las décadas posteriores a las biblias de Tijuana, también presentó temas tan controversiales para la época como la prostitución. Hablamos de la normalización de la pornografía a partir de la década del 70, y con ello, una extensión de la hiper-sexualización del cuerpo femenino que venía evidenciándose en las costumbres y creencias de siglos anteriores. 

Pero fuera de la mujer como ¿protagonista? de filmes pornográficos, está la mujer espectadora. Desmitificando la creencia de que las mujeres no consumimos material erótico o pornográfico, se plantea un debate todavía ardiente dentro del feminismo; por un lado, la fuerte oposición por la cosificación del cuerpo femenino y su uso para el disfrute del público masculino; por el otro, una interesante alternativa: el porno feminista. Está lejos de la propuesta estigmatizada de un sexo gráfico amable, sutil y romántico que no hace más que volver a posicionar a la mujer como una criatura de temple delicado y frágil. No porque no existan mujeres que no prefieran esa opción, sino, precisamente, porque cada mujer tiene preferencias distintas. Las hay que ignoran en su totalidad la pornografía, las que optan por el romanticismo, las que disfrutan de la rudeza. Porque la sexualidad femenina tampoco es un invento de la globalización. 

Con la tercera ola del feminismo, que surgió en los noventa como otra rama con la intención de corregir los fallos de sus predecesoras y reorientar la lucha, se manifestó una mirada menos condenatoria y más detenida a la industria capitalista del sexo. No buscando exterminar el porno tradicional sino recrearlo, se construye una visión crítica y constructiva. La pornografía feminista no apunta a un tipo de espectador, sino al reconocimiento de la variedad de gustos. Abarca el asunto de un modo experimental, explorando sin los estereotipos y los roles acostumbrados de poder, prestando atención al lenguaje erótico y la identidad cultural. 

Así como el feminismo no es una lucha para oprimir a los hombres (todavía hace falta aclararlo), el porno feminista no es porno para mujeres. Es una perspectiva innovadora y cuestionadora, de clara actuación social, que le debe el nombre al movimiento que continúa hoy buscando romper las barreras de lo naturalizado y alcanzar una posición de igualdad. El ser humano, sin etiquetas ni géneros, es un sujeto sexual. Y eso jamás debería ser visto, ni de un lado ni del otro, como un estigma.





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