La certeza

mayo 27, 2016






     Sabía quizás que llegaría el día de lamerme las heridas. De purgar mi espíritu desconcertado, sangrar las micropartículas de ese dolor anciano, de alguna manera condenatorio, al que le permití convencerme de que estaba irrevocablemente curtida en materia de la vida.
Sabía. Anhelaba con un fuego en la garganta darme cuenta de que los años no están perdidos aunque yo lo esté. Esperaba que alguien me dijera que volvería a encontrarme, y dejaría de sentir esa encarnizada aversión al interior de mi piel. Como si mi piel ya no fuera mía, como si yo misma estuviera escapando de mi verdad.
Y en efecto lo hacía. Y por eso no tengo hoy la desverguenza de atribuirle la culpa de mis infortunios a un tercero; porque son míos, al igual que mi historia. 
Sabía que algún día aceptaría los embrollos sin buscar explicaciones. Que atesoraría la fortuna de haber sobrevivido, no al pasado ni a los otros, sino a mí. Porque cómo uno se resiste y se subleva ante ese clon enfermo, resentido y macabro, que es la sombra de lo que pudo haber sido, y que chamusca las esperanzas de dejarlo atrás. Ese reflejo ante el cual siempre cerramos los ojos, porque es mejor no verlo ni sentirle el aliento mientras escupe verdades de antes, confesiones rancias sobre los deseos que no llegamos a cumplir. Cómo se le dice que no, y se le da la espalda, y se lo perdona pero en serio, porque hay que curarlo como a un niño huérfano del vacío que lo llena.
Y cómo se le ayuda a ese clon, a ese niño, a esa sombra, a perdonar. 
Sabía que algún día podría perdonarlo. Y ya no correría carreras para ver quién es más rápido a la hora de reaccionar, ni me mordería las uñas o me despellejaría los labios aguardando a su borrascosa aparición.
Sabía que podría desmentirme; cumplir ese pacto tácito que hice alguna vez en una rabieta de domingo, y desenfundaría mis mejores armas. Que descompondría esas visiones novelescas con las que pensé que tenía algo en común, y tiraría por la borda los retratos de esos rostros fantasmales, memorias, miradas en pretérito, que ya nada significan para mí.
Sabía que me completaría en un acto de amor, en mi propia carne y sentidos, y abandonaría la espera de alguien que me salvara.
Sabía, quizás, durante esos años turbulentos y después, que quien soy es quien he sido siempre y quien seré, salvándome yo sola, porque los príncipes y princesas son de cuento y hasta donde yo sé, a mí me corre sangre roja por las venas.






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